La vejez es el umbral de la muerte en un edificio en ruinas.
Si, como un invitado de piedra, miras la puerta de cuyo quicio ves cómo cuelgan las bisagras arrugadas y oxidadas y entiendes tristemente que tú anfitrión no logre cerrar la puerta, como si una mano invisible la empujara hacia adentro o como si alguien, invisible, hubiera puesto el pie para evitar, como una broma pesada, que puedas desanclarte de esa ansia de cerrar.
Y entonces, el anfitrión se duerme tras una luz catatónica.
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